Hace ya muchos años en Aceuchal, mi pueblo, participé en un acto que se celebró en el llamado Salón Moderno, del Pozo de Arriba. Dicho salón se utilizaba como teatro y, sobre todo, para proyectar películas de cine. Pero servía también, como en la ocasión a la que me refiero, para celebrar actos públicos. En este caso se trataba de concienciar a la gente con una campaña contra la tuberculosis.
Entre las personas que estábamos en el estrado, en esta ocasión, recuerdo al director escolar D. José Pérez de Guzmán, el médico local D. Agustín Delgado, el director del Dispensario Antituberculoso de Almendralejo, Dr. D. Fernando Aixalá y yo mismo.
Yo opté por hablar del tema desde el punto de vista del hombre de la calle, fijando mi atención en el instintivo temor que el público sentía por la enfermedad en cuestión, así que di a mi intervención el título de “El miedo a la tuberculosis”.
Empecé por subrayar el hecho de que en Aceuchal se solía emplear la palabra “enfermar” con una acepción muy concreta: contraer la tuberculosis. Si te decían de alguien que “había enfermao”, lo que te querían decir era que había contraído la tuberculosis. Y que lo más probable es que no saliera vivo de su enfermedad. Contraer la tuberculosis era algo equivalente a lo que hoy es contraer el cáncer. El síndrome del miedo a la tuberculosis ya lo había experimentado yo desde mis tiempos de seminarista, cuando nos llevaban al dispensario a pasarnos por rayos. En una de esas ocasiones, al compañero que iba delante de mí, le descubrieron una lesión pulmonar. Oí que el radiólogo decía a la enfermera:
_ Pleuresía.
Y yo me puse visiblemente nervioso. La enfermera me dijo: “Usted lo que tiene es tisifobia”. Afortunadamente, yo sabía por entonces el suficiente griego como para entender que lo que yo tenía era, precisamente, “miedo”, un miedo cerval a la tuberculosis. No era para alarmarse. Pasé la revisión con la garantía de que mis pulmones estaban totalmente limpios.
Fue años después, cuando yo había ya abandonado el Seminario, cuando un catarro mal curado me llevó a visitar en Almendralejo al Dr. Aixalá. Me estuvo auscultando y notó algo raro. Y yo lo advertí cuando me dijo poniendo cierto énfasis en la voz:
_ ¡Respire, respire!
Luego me puso ante la pantalla de rayos X. Y tras haberme visto detalladamente me anunció que tendría que hacer reposo en la cama, a partir de ese mismo día. Me prescribió un análisis que llaman baciloscopia, al que hube de someterme en días sucesivos. El analista era el Dr. D. Arnulfo Peña. Hubo de repetirse el análisis pues no lograba echar más que saliva. Yo le dije que cuando expectoraba algo era por la mañana, así que tuve que volver al día siguiente. Don Arnulfo me ofreció un cigarro mientras hacía su trabajo. Me invitó a asomarme al microscopio:
_ Tranquilo, hombre. Mire: no se ven bastoncitos rojos. (Sobre el fondo azul de metileno, caso de haber bacilos de Koch, éstos tenían que destacarse en color rojo)
Aixalá me dio una carta para mi médico de cabecera. El informe decía:
Amigo Delgado: este chico presenta unos infiltrados iniciales en el pulmón derecho distribuidos sobre una amplia superficie. Y aunque la exploración radiológica se presta a la suposición de una siembra a partir de cavitación, ni ésta es visible por el momento ni se ha descubierto BK a pesar de repetir dos veces la baciloscopia. Instituimos, pues, un tratamiento de reposo y quimioterapia.
En efecto, el Dr. Aixalá me recetó la estreptomicina (2 gramos por semana, uno el martes y otro el viernes) Además debía tomar después de las comidas unos comprimidos que él me facilitaba de las muestras de los laboratorios. El nombre del fármaco era HIDRUN y el envase ‘aclaraba’: hidracida del ácido isonicotínico. El tratamiento fue de lo más eficaz y al cabo de unas pocas semanas los infiltrados se habían reabsorbido casi por completo. No obstante, la prudencia aconsejaba no echar las campanas al vuelo y esperar a que todo estuviera normalizado, pues aún se podían observar algunas “telarañillas” en la parte más alta del pulmón. Tras de las hidracidas tuve que tomar otro fármaco (por cierto, bastante caro en aquellos tiempos). El fármaco, me acuerdo bien, se llamaba Dipasic. Fue cuando mi madre tuvo que sacar un préstamo del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Badajoz.
Yo tuve, pues, una tbc (así se solía velar el nombre horrible de la tuberculosis) pero no era de las que se contagian. Estaba justificado que mi ex–novia nunca fuese a verme (es verdad que yo se lo había puesto fácil, pues reñí con ella unos días antes de encamarme) y yo nunca se lo reproché, pues sabía por demás que ella, por ciertos antecedentes familiares, tenía verdadero pánico a la enfermedad por antonomasia. En su caso la “tisifobia” estaba más justificada que en el mío. Yo puedo afirmar que salí curado, no sólo de mi tuberculosis, sino también de mi “miedo a la tuberculosis”, mi tisifobia, como diría aquella enfermera socarrona.
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NOTA: La ilustración nos muestra el BK visto al microscopio